David Monteagudo
Vilafranca
El padre se ha sentado en una silla, al lado de la cama, y al cabo de un largo silencio reflexivo —durante el cual se estruja la memoria en busca de alguna historia— ha empezado a contarles un cuento a sus dos hijos. El pequeño, que se contenta con el ritual, con la cadencia adormecedora de la voz paterna, se remueve al principio, inquieto, de un lado a otro de su porción de cama. El mayor, que ya espera algo más de la narración, guarda silencio, escucha inmóvil, y de vez en cuando hace alguna pregunta.
El padre ha recurrido a una historia ajena, un cuento de Chesterton, muy original, muy imaginativo, que leyó hace años con entusiasmo y del que ahora sólo guarda un recuerdo esquemático. Ha empezado a hablar con desgana, con un cierto cansancio, pero al poco rato le ha picado el gusanillo de la creación, y empieza a adornar la historia con mil detalles de su propia cosecha, que improvisa con facilidad, con la sensación de paternidad que el artista tiene sobre su obra.
En el momento culminante de su inspiración, observa de reojo que el pequeño duerme con absoluta placidez, con la boca entreabierta, como si llevara horas en aquella posición. El mayor, en cambio, sigue despierto; ya no hace preguntas y escucha en silencio, con una expresión indescifrable. El padre, envalentonado, acaba el relato con una apoteosis de emotividad que no estaba en el original y que a él mismo le resulta conmovedora.
A la pregunta de ¿te ha gustado el cuento? el hijo despierto responde con evasivas; lejos de mostrar el entusiasmo que el padre esperaba, se muestra escéptico, quisquilloso, y apunta alguna incongruencia en el argumento. Degradado bruscamente de artista a simple progenitor, el padre besa a su hijo y le da las buenas noches, y sale de la habitación dejando la acordada rendija, pensando que tal vez tendrá que contar otro tipo de cuentos más convencionales si quiere que su hijo más despierto se relaje y se quede dormido, pues esa es, al fin y al cabo, la finalidad última de todo ese ritual.
Al cabo de unas semanas, el hijo mayor se queda un día a dormir en casa de un amigo, de su mejor amigo, camarada de juegos y compañero de fatigas en la escuela. Cuando ya han jugado hasta hartarse, con la Play, con todo tipo de juguetes animados e inanimados; cuando están en la cama con el pijama puesto y la habitación en penumbra, ingenuamente dispuestos a no dormir en toda la noche, el hijo mayor le dice a su amigo: Te voy a contar la historia del hombre que no era feliz. Y un eco del espíritu irónico e imaginativo de Chesterton —superviviente a través de la oralidad y de las dos versiones sucesivas— se cuela durante unos minutos en una casa en la que, de otra manera, nunca habría entrado.